La Renuncia

Kate Clephane despert?, como de costumbre, cuando un rayo del sol de la costa Azul cay? en diagonal sobre su cama. Eso era lo que m?s le gustaba de la habitaci?n estrecha y deslucida del hotel de tercera categor?a, el hotel de Minorque et de l'Univers: que por la ventana se filtrase el sol de la ma?ana y que adem?s no lo hiciese demasiado temprano. Los amaneceres se hab?an acabado para Kate Clephane. Estaban ligados a demasiados placeres perdidos: al regreso a casa de fiestas en las que hab?a bailado hasta caer rendida, o de cenas en las que se hab?a demorado, contando las ganancias obtenidas (era maravilloso en los viejos tiempos la frecuencia con la que hab?a ganado, o sus amigos lo hab?an hecho por ella, tras apostar un luis solo por diversi?n, y hab?a terminado con las manos a rebosar de billetes de mil francos); estaban ligados, asimismo, a aquellas subidas por la pendiente a trav?s de la penumbra gris cada vez m?s clara del jard?n, cuando los asaltaba la fragancia de los arbustos y se enredaban en las insidiosas espinas, hasta llegar a lo alto, a la villa encaramada en la roca recalentada y despu?s en la puerta, a la sombra del Laurustinus con olor a miel, aquel beso inesperado (de verdad que s?, inesperado, porque hac?a tiempo que lo acordado era ser solo amigos) y el intento de zafarse del brazo insistente, y la nueva presi?n sobre sus labios de otros lo bastante j?venes para conservar la frescura tras una noche de beber y de jugar y de seguir bebiendo. Nunca hab?a permitido que Chris entrase con ella a esas horas, no, ni una sola vez, aunque en aquel momento no estuviese en la casa nadie m?s que Julie, la cocinera, y Dios sab?a que no era por falta de... Pero siempre hab?a tenido su orgullo: y eso era algo que la gente deber?a tener presente antes de decir ciertas cosas de ella...